Chat GPT y el futuro de los mercados laborales

NOTA l Ramiro Albrieu l Abril 2023

Este artículo fue publicado originalmente en el diario Clarín. Para acceder a la publicación orginal cliquea aquí


La aplicación de Inteligencia Artificial (IA) conversacional conocida como ChatGPT está en el centro de un debate caliente, que llega a incluir cuestiones esenciales sobre el propio rol de las personas en la sociedad. ¿Seremos, finalmente, redundantes como especie? ¿seremos en algún futuro cercano esclavos de robots que dominarán el mundo?

Hay una razón de peso para contestar por la negativa a esas dos preguntas: la forma en la que se diseñan los sistemas de IA más exitosos de la última década evita por diseño recrear completamente la capacidad cognitiva humana.

Estos sistemas no persiguen objetivos generales sino específicos, y de un tipo muy particular: generar información que no tenemos sobre la base de la información que sí tenemos.

Por eso el ChatGPT es una potente máquina predictiva que fue entrenada con unos 500 mil millones de tokens (secuencias usuales de caracteres que aparecen en los textos existentes en la web) para dar la respuesta más probable a cualquier inquietud sencilla (o prompt) que le presentemos.

ChatGPT impacta de lleno en nuestros sistemas de comunicación, pero no está diseñado para comprender un texto. Puede sistematizar, ordenar, seleccionar, resumir y emitir información, pero no posee siquiera un marco básico para encarar tareas de comprensión, desconociendo conceptos clave como “significado”, “tiempo”, “espacio”, o “causalidad”.

Sin embargo, que la IA no vaya a superar a las personas en su capacidad cognitiva en un futuro cercano no quiere decir que nuestros trabajos estén a salvo. Detengámonos un minuto a pensar sobre cuántas tareas que hacemos en forma regular en nuestro trabajo implican sistematizar, ordenar, seleccionar, resumir y emitir información.

Son muchas, desde enviar un correo electrónico a una cliente con una lista de precios o armar una base de datos hasta detectar fallas operativas o armar una página web básica. Y aquí radica el problema: participamos en mercados laborales donde se realizan actividades que no implican el uso de muchas de nuestras capacidades cognitivas. Para esas tareas no necesitamos comprender, contextualizar en tiempo y espacio o buscar causalidades.

La brecha entre la capacidad cognitiva de las personas, por un lado, y lo que las personas aportan al mercado laboral, por el otro, tiene larga data. Y no se dio por accidente, sino por diseño.

A lo largo del siglo XX construimos instituciones productivas, laborales y educativas que llevaron a mejoras inéditas en el bienestar, y que en conjunto actuaron como un fuerte mecanismo de igualación de ingresos. Pero las ventajas venían con una trampa: buena parte de los trabajos son relativamente rutinarios y poco desafiantes en términos cognitivos: repetición de tareas manuales específicas, procesamiento de datos e información, seguimiento de secuencias o procesos dentro de la empresa.

El conjunto de habilidades y conocimientos que una persona requería para integrarse al mercado laboral, si bien más sofisticados que los demandados en las épocas de las máquinas de vapor en el siglo XIX, podían ser codificados en una curricula y un conjunto de libros; se consolidaba así la factoría educativa como correlato de la gran factoría productiva.

Estas instituciones o factorías dieron lugar a una nueva generación de trabajadores, que fueron denominados “acomodados” o “prósperos” debido a las palpables mejoras materiales que experimentaron si se compara con los trabajadores manuales del pasado. Pero esas mejoras venían acompañadas de una marcada deshumanización en las tareas laborales.

Cuando Karel Capek inventó la palabra “robot”, para su obra de teatro R.U.R. de 1921, la pensó en un sentido bien distinto al que la utilizamos hoy. No planteaba máquinas que lograban recrear la capacidad cognitiva de los humanos; en cambio, trataba de mostrar lo deshumanizados que eran los puestos de trabajo en la era de la gran factoría productiva y educativa. Tanto era así que un trabajador podía ser indistinguible de una máquina.

Con el tiempo, muchos trabajos fueron agregando contenido cognitivo asociado a habilidades que representan cuellos de botella para la IA, como la creatividad o el pensamiento abstracto. Sin embargo, en la actualidad apenas un 30% de los trabajos realiza mayormente estas tareas que están “a salvo” de la IA. Y, por supuesto, hay asimetría que debe preocupar adicionalmente: en los países de altos ingresos ese porcentaje sube al 45% y en los países de bajos ingresos baja al 6%.

La conclusión que emerge de este análisis es que las nuevas soluciones de IA no parecen amenazar a la especie humana en un futuro cercano, aunque, si seguimos formando trabajadores-robot en el sentido de Capek, sí pueden ser fuente de mayor desigualdad.

Solo la porción de los trabajadores que cuenten con las habilidades apropiadas -y por supuesto las empresas dueñas de las innovaciones- podrán beneficiarse; para el resto, las condiciones laborales solo pueden empeorar.

Es posible pensar un futuro distinto, pero para ello debe rediseñarse enteramente la gran factoría educativa, desde las instancias tempranas de primera infancia hasta la formación para el trabajo de los no nativos digitales. A ello, y no a las distopías de máquinas pensantes que dominan el mundo, deberíamos comenzar a concentrar nuestros esfuerzos.

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